MUSICA DE MIEDO

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miércoles, 28 de febrero de 2018

LA ULTIMA CARRERA



Hay que reconocer que los policías viven a diario situaciones terribles de violencia extrema. Conviven con las peores miserias o tragedias que la mente humana puede concebir. De manera cotidiana deben tragarse el dolor y el miedo, y apenas expresar lo vivido en un frío y precioso parte policial. Luego tienen que seguir adelante como si nada hubiera pasado. Sin embargo, muchos policías quedan marcados para siempre, como le ocurrió al agente Carlos Bonilla. De todas las situaciones complicadas que vivió, hubo una que se le metió en la memoria más profunda. Se trata de un caso de dos jóvenes que decidieron arriesgar sus vidas en una última carrera.

Ocurrió una noche, mientras Bonilla trabajaba en la seccional 16 de la ciudad de Montevideo. Aquella vez, le tocó hacer la ronda a pie en el radio 4, que es una zona que se transforma en una boca de lobo de madrugada, un lugar muuy oscuro y peligroso a la vez. Por eso el agente estaba sorprendido de lo tranquilo que estaba camino Corrales esa noche. Sin embargo, a eso de las 4 de la mañana, la paz se esfumó en un segundo cuando lo llamaron por una accidente que acababa de ocurrir en el cruce de las calles Puntas de Soto y Veracierto.

{Se acabó la tranquila}, pensó Carlos, que tuvo que correr unas veinte cuadras para llegar al lugar. Cuando le faltaban aproximadamente dos cuadras ya vio que la mano venía mal. En una plazoleta había varios vecinos y dos cuerpos tirados en el piso al lado de una moto destrozada. Todos gritaban, pero sobre todo un grupo de chicos que no pasaba los dieciséis años de edad, porque parecía querer abalanzarse sobre los cuerpos que estaban tendidos sobre el asfalto, y una señora preguntaba a los gritos: {¡¿Dónde están los padres de estos muchachos?!}.

La escena era tan desgarradora que Carlos se olvidó del cansancio y volvio a correr, por los nervios nomás, porque evidentemente ya era demasiado tarde. Cuando estaba como a unos treinta metros se resbaló y cayó. Se levantó rápidamente, pensando que había pisado una cáscara de banana o al así, pero no, eran rastros de sangre y sesos desparramados por toda la cuadra. Tuvo que contenerse para no gritar él también. Como pudo llegó a la plazoleta y trató de interrogar a los muchachos que se abrazaban con las caras bañadas en lágrimas y arrugadas de dolor.

Los muchachos le dijieron que estaban ahí tranquilos, tomando algo y conversando un poco, hasta que llegó Pablo con su moto nueva. Una moto enorme de 500 centímetros cúbicos. Todos estaban deslumbrados y querían ver a Pablo volar por las calles en su moto soñada. Y Pablo, sabiendo que sus amigos morían de ganas de subirse con él y viajar a toda velocidad para sentir la adrenalina como nunca, preguntó en voz alta: {¿Quién se sube conmigo?}.

La barra empezó a insistirle al Napo para que subiera a dar una vuelta, ya que era el más jovencito y le encantaban las motos. El Napo dudó unos instantes, pero seguro que no quiso quedar en ridículo con las chicas y subió. Antes de salir, Pablo le apostó al resto del grupo que era capaz de ir desde donde se encontraban hasta Hipólito Irigoyen, llegar a avenida Italia, que estaba a un par de kilómetros, y volver en menos de dos minutos. Aquello era una locura, era prácticamente imposible realizar ese recorrido en tan poco tiempo, a no ser que la moto volara. Y al parecer sí volaba.

Salieron velozmente y se perdieron de vista por la avenida Veracierto. A pesar de que la pequeña luz roja trasera de la moto se hundió en el horizonte, el sonido ensordesedor del motor se seguía escuchando a lo lejos. Justo cuando faltaban unos pocos segundos para que se cumplieran los minutos que había apostado Pablo, los vieron volver a toda velocidad. Y allí, a pocos metros de sus amigos, para lucirse frente a ellos, Pablo intentó llevar a cabo una maniobra muy peligrosa conocida como Willy, que consiste en levantar la rueda delantera sin disminuir la velocida de la moto. Pero algo falló y la flameante moto trastabilló estrepitosamente, desarmándose y dando vueltas imposibles por el aire, mientras ambos pasajeros salían despedidos con violencia y rebotaban bruscamente sobre el asfalto.

Eso fue lo que le contaron los muchachos al agente Bonilla que, a pesar de que no podía salir del impacto, permaneció consolándolos y esperando a que llegaran sus compañeros de la seccional 16. Cuando llegaron, poco después, Bonilla se encargó de subir en un camión de un vecino los restos de la moto, porque a los humanos ya no los quería ver más.

Empezaban a vislumbrarse las primeras claridades del día cuando lograron cargar los hierros retorcidos. Como no había cuerdas para atar la moto, Bonilla se ofreció a ir en la caja del camión, sosteniendola. En el fondo lo que quería era alejarse y olvidarse de todo aquello lo más pronto posible. Sin embargo, no pudo.

Suspiró aliviado cuando el camión arrancó, pero a la media cuadra el vehículo pisó un pozo y saltó. Bonilla hizo el gesto de estirar la mano para agarrar la moto del asiento, para que no se cayera, y ahí, recién ahí, comenzó el verdadero infierno. Al principio Bonilla pensó que se le nublaba la vista porque, de pronto, las claridades de la mañana se hicieron noche otra vez, el viento le castigaba la cara y él ya no se sentía en la caja del camión, sino en el asiento trasero de la moto a 180 kilómetros por hora. De manera inexplicable, el agente de policía estaba viendo el último viaje, la última carrera del Napo.

En la visión del agente, el Napo lloraba por el viento y por el miedo, y un grito le salía del pecho: {¡Pará, pará anormal que nos matamos!}, mientras veía pasar a su lado las luces, las casas y los árboles de Veracierto. Pablo estaba como enfermo, se reía a carcajadas y aceleraba cada vez más, a pesar de que su amigo le pedía desesperadamente que disminuyera la velocidad. Con el corazón estrujado por el pánico, el agente Bonilla supo que el Napo pensó en su madre cuando sintió que no la iba a volver a ver, y quiso pedirle perdón.

En la visión, Bonilla seguía viendo a los muchachos que se acercaban a toda velocidad. Pablo intenntaba ganar esa ridícula apuesta y el pánico le apretaba la garganta al Napo, al reconer, a lo lejos, a los amigos en la plazoleta que festejaban su regreso. Volvió a gritarle a Pablo: {¡Pará imbécil que nos matamos!}, pero Pablo continuó riéndose a carcajadas, mientras aceleraba a fondo e intentaba levantar la rueda delantera de la moto, a pocos metros de la llegada. Todo salió mal. Unos instantes antes del espantoso golpe que le rompió la cabeza en mil pedazos, el Napo volvió a pensar en su madre y, esta vez, le pidió perdón.

No fue el sacudón de la caída lo que hizo volver a Bonilla en sí de aquel sopor misterioso, fueron los sacudones del camionero que le preguntaba qué le pasaba que gritaba desesperadamente: {Pará que nos matamos, pará que nos matamos}, cuando el camión iba apenas a 20 kilómetros por hora. Bonilla miró al camionero, sacó la mano del asiento de la moto y se puso a llorar como un chiquilín.

Ese mismo día, en vista de los acontecimientos ocurridos, el agente sintió la obligación de realizar una de las tareas más duras de su vida: comunicarle a la madre del Napo que su hijo había fallecido. El sol ya estaba alto cuando llegó a la casa antigua que pertenicía a la familia del difunto muchacho. Fue su madre quien abrió la puerta. Luego de recibir la funesta noticia, la mujer hizo una mueca de espanto que contuvo un grito, se tapó la cara con ambas manos y estalló en un llanto tan amargo que le produjo un nudo en la garganta al responsable agente. Bonilla, al contemplar su tristeza, quiso consolarla y le dijo que en lo último que pensó su hijo fue en ella y en pedirle perdón. Tardó un rato largo pero, cuando pudo volver a respirar, la mujer le preguntó: {¿Y usted como sabe?}. Bonilla no supo qué responder.

Detrás de esta tragedia se esconde un importante mensaje: debemos ser prudentes cuando estamos al volante y no desafiar a la muerte. Manejar una moto a una velocidad extrema por las calles y avenidas de una ciudad, sin usar casco, es como jugar a la ruleta rusa. En aquella última carrera de Pablo y el Napo, la Parca se llevó consigo, de manera absurda, dos vidas. Igualmente, esas almas siguen corriendo, aunque esta vez de boca en boca, a través de una leyenda impactante que desafía los límites de las Voces Anónimas.


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martes, 27 de febrero de 2018

FILIA

Buenas noches moradores del ático. hoy os traigo una historia de terror que os pondrá los pelos de punta.ya sabéis,poneos cómodos y disfrutad de ella







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lunes, 26 de febrero de 2018

HISTORIA DEL ULTIMO ADIOS





Mientras Denisse y Fernando se encontraban tenían dificultad para conciliar el sueño en aquella fría habitación del ático, los adultos en el salón, hablaban sobre la precaria salud de la abuela, haciendo planes ya para su funeral.


Pasada la media noche los niños aún permanecían con los ojos abiertos y las tripas gruñendo, pero tenían prohibido deambular por la casa después de que los hubiesen acostado. Aun así, esperaron a que las pláticas terminara y a eso de las tres de la mañana bajaron por un bocadillo.

Justo a mitad de la escalera, se encendió la radio, tocaba una tétrica y sombría canción, entonces los chicos volvieron arriba corriendo antes de ser descubiertos, sin embargo, nadie vino para apagar el aparato así que aprovecharon para ir de prisa hasta el refrigerador y tomar lo primero que tuvieran al alcance.


Pero justo al cruzar el umbral de la cocina, vieron a la abuela, meciéndose con cadencia de un lado a otro, siguiendo el ritmo y tarareando la oscura tonada de la radio con una voz ronca y lejana...

Al sentir que los niños estaban a sus espaldas, les dijo que tomaran unas albóndigas y también les señaló el escondite de las "galletas secretas" para que las comieran todas si lo deseaban. Pero no dejó en ningún momento que le vieran la cara, pues temía asustar a sus nietos, con aquellosblancos ojos vacíos, carentes de vida, pues llevaba ya un par de horas muerta tendida sobre su cama y su espíritu había tomado unos de minutos antes de pasar al más allá, para despedirse de los seres queridos.


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domingo, 25 de febrero de 2018

EXISTEN?

Buenas y frías  noches moradores del ático hoy por ser domingo,os traigo una aterradora historia de terror ya sabéis,poneos cómodos y disfrutad de ella.




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viernes, 23 de febrero de 2018

LA HIJA DEL MOLINERO



Cuando se habla de la ciudad de Las Piedras, en el departamento de Canelones, se vienen muchas cosas a la cabeza. En primera instancia, uno de los acontecimientos más importantes de la historia uruguaya tuvo lugar allí: la Batalla de Las Piedras. Fue el 18 de mayo de 1811 y representó uno de los triunfos más relevantes del ejército de José Gervasio Artigas sobre las tropas españolas. En la ciudad se erige un obelisco que conmemora ese importante triunfo.

La ciudad de Las Piedras también es conocida por el tango, ya que en ella nació Julio Sosa, uno de los cantantes más reconocidos y prestigiosos de la música uruguaya. En Las Piedras también existe un viejo molino de viento que protagoniza una historia tan triste como siniestra. Se trata de la historia del Molino de Bosch, un gigante que parece dormido. Pero esa imagen no es más que un simple espejismo, porque este viejo molino de viento es parte de un mito que involucra a su antiguo dueño y la hija del molinero.

El antiguo molino aún se encuentra allí, tan entrañable que un barrio entero adoptó su nombre y también la farmacia, el boliche, la pizzería, la estación de servicio, etcétera. Ese molino, además de darle nombre al barrio, es un emblema y le transmite a todo el barrio y toda la ciudad una atmósfera de misterio pero también mucho sentimiento y arraigo.

El viejo esqueleto no solo recuerda los buenos tiempos de la industria de la harina, sino también una tragedia que el pueblo de Las Piedras nunca quiso olvidar del todo. La historia está relacionada con Joaquín Bosch, un catalán que emigra a Uruguay buscando “hacer la América” y le fue muy bien. Las Piedras era poco más que una aldea en aquel momento. Bosch al principio vino con la idea de fabricar velas de cebo y es por eso que la gente lo conocía como el velero. Pero al poco tiempo se dio cuenta que la industria de la harina estaba en pleno auge, decidió construir el molino al costado de la ruta que por aquel tiempo era un camino polvoriento. Este molino fue construido entre 1859 y 1863 y se trata de uno de los cuatros que se construyeron en la ciudad de Las Piedras en esa época, fueron 18 en Canelones y 194 en todo el país.

Al emigrante catalán le fue muy bien, también se casó y tuvo cinco hijos. Una de sus hijas, Juana Teresa de apenas quince meses tenía una relación de mucha devoción hacia su padre. La niña era encantadora y era su mayor orgullo. Apenas daba sus primeros pasos, pero salía a esperarlo a que él regresara de trabajar en la ciudad. Todas las tardes se abrazaban cuando se encontraban y luego ingresaban a la casa.

Un día Joaquín se demoró en la ciudad y volvió más tarde la habitual. Como esa tarde llegó tarde, Juana Teresa estaba especialmente ansiosa. Lo esperó largo rato afuera y cuando lo vio venir se dirigió a recibirlo. Las aspas del molino, que casi llegaban al piso, estaban en funcionamiento y golpearon a la niña en la cabeza. La pequeña falleció en el instantáneamente. Joaquín se encontró con una escena mucho más espantosa de lo que hubiera podido imaginar.

La historia cuenta que Don Joaquín se habría llegado a enojar mucho con el molino y le había quitado las aspas para vengarse de la tragedia que le había quitado el alma. Joaquín jamás pudo superarlo y se fue apagando de a poquito hasta morir algunos años después.

El 22 de marzo de 1896 falleció Joaquín Bosch. En aquel momento se construyó un panteón en el cementerio de Las Piedras que es una réplica de su molino y hoy en esa necrópolis suceden algunas cosas muy extrañas. En la cima del molino se ve un ángel, que si lo observamos de cerca nos damos cuenta que es una niña angelical.

Son muchas las versiones de los vecinos de manifestaciones inexplicables y se cuenta que el fantasma de la niña merodea el molino. Hay quienes se extrañaron al ver una figura bajita jugando entre las ruinas del molino viejo, otros más bien cuentan de las risas o los llantos de una niña chica en el panteón de los Bosch


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jueves, 22 de febrero de 2018

HISTORIAS DE TERROR

Buenas noches moradores del ático hoy os traigo 3 aterradoras historias de terror ya sabéis,poneos cómodos y disfrutad de ellas.


 

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martes, 20 de febrero de 2018

EL LOBIZON



El mito del lobizón –o lobisón- es uno de los más
difundidos a través de los tiempos. Son innumerables las
culturas que han asimilado la creencia en un hombre que, en
virtud de algún maleficio, se transforma en una fiera terrible. Y
en Latinoamérica esta creencia es muy popular.
En el Río de la Plata existe una superstición que
asegura que el hermano menor de una serie ininterrumpida
de siete hijos varones nace inexorablemente con la maldición
de transformarse en una bestia feroz. Aunque en diversos
sitios de la campaña la forma de la bestia varía (ya que puede
ser indistintamente un chancho, un perro salvaje, un gato de
monte o todo eso junto a la vez) se admite que el lobizón se
parece mucho al lobo. En gran parte esto se debe a que la cara
del lobo tiene un magnetismo muy especial del que carecen
otros animales, y es tal vez por esto que la imagen de esta
fiera sobrevive en el imaginario latinoamericano, a pesar de su
carácter foráneo en la fauna de la región.
En las leyendas más antiguas de las que se tiene noticia
-sobre todo en las de las culturas animistas que consideraban a la
luna un energizante de espíritus- esa facultad de transformación
era concedida por la luna llena. Pero esta convención fue
modificada con el advenimiento del cristianismo, en especial
con la significación sagrada del Viernes Santo, momento en
que según las Escrituras (Mateo, 27:45) es propicia la aparición
de los seres del mal. Por esta razón, en la actualidad los criollos
admiten que el lobizón se transforma los días viernes de luna
llena.
Según se cuenta, una vez transformado en bestia el
lobizón es muy cuidadoso de que no lo hieran, pues de lo
contrario la herida se transmitiría al cuerpo humano y su
identidad sería revelada. Por esta razón, una de las mejores

maneras de ahuyentarlo es presentarle a la vista cualquier
objeto cortante, como un cuchillo o una botella rota. Para
liberar definitivamente a un lobizón de su maldición el único
método conocido consiste en hacer apadrinar a la criatura por
el mayor de sus hermanos.1
Por lo demás, hay acuerdo en admitir que el hombre
que padece la maldición de ser un lobizón es conciente de
su naturaleza, circunstancia que suele provocarle hondas
preocupaciones. Si es un hombre bueno, cuando llega la tarde
de los viernes trata de replegarse o de encerrarse, como una
forma de proteger a sus seres queridos. Si no procediera así,
el lobizón sería un peligro para cualquiera, pues mientras tiene
forma de bestia no posee recuerdos de su vida humana.
Se conocen muchas leyendas sobre lobizones en
diferentes rincones del Uruguay, sobre todo en las estancias
del norte; basta recorrer el país y conversar con su gente para
comprobarlo. Pero hay una que es sin dudas la más impactante
de todas. Ocurrió hace ya algún tiempo en la histórica localidad
de Masoller, en el departamento de Rivera.
Por entonces Masoller no se parecía en nada al pintoresco
pueblito que hoy conocemos. En realidad, apenas si se trataba de
un puñado de ranchos de paja y barro endeblemente apilados en
el medio del campo. En aquel desamparo, rodeado de estancias
por los cuatro costados, perdido casi en cualquier lugar de la
inagotable campaña, compartían algunos pocos vecinos con
sus animales una vida elemental, agreste y rutinaria.
1 Esto llevó a que hacia el año de 1973 el Presidente Juan Domingo Perón
creara un decreto, el famoso decreto Nº 848, que concede a los padres de
los séptimos hijos varones la posibilidad de optar por el padrinazgo moral
del Presidente de la Nación. Este decreto, que permitió en su momento
salvar la vida de muchos niños, todavía sigue vigente y es así que cuando
nace en la Argentina un séptimo hijo varón la División de Padrinazgos de
la casa de Gobierno le da al chico una medalla, un diploma y una beca para
cursar estudios primarios y secundarios.

En aquel establecimiento había una joven, nacida
allí mismo, muy querida por los lugareños. Nadie recuerda
su nombre, pero aseguran que además de muy bonita era
reservada, introvertida y casi enojosamente tímida, como
muchas jovencitas del campo. Vivía pobremente con su
familia, atendiendo las tareas del hogar y colaborando también
en las duras tareas del campo, cumpliendo de sol a sol jornadas
demasiado pesadas incluso para las fuerzas de un hombre.
Un buen día, esta jovencita se puso de amoríos con un
muchacho que trabajaba en las inmediaciones del pueblo. Había
opiniones un poco encontradas acerca de este candidato. Nadie
dudaba de que se tratara de un sujeto honrado y trabajador,
pero se decía también que era demasiado taciturno, de pocas
palabras y a veces malhumorado. Un poco raro en general, y no
sólo porque así suelen ser en realidad algunos rudos paisanos
del campo, sino porque además había trascendido que este
muchacho era un séptimo hijo varón y todas las miradas de
Masoller recaían inquisidoramente sobre él señalando, por lo
bajo, que era un lobizón.
Cuando al cumplir los diecinueve años de edad la moza
anunció que se iba a casar con éste joven, la gente del pueblo
recibió la noticia con una mezcla de regocijo y de inquietud.
La mayoría de los vecinos se alegraron con sinceridad por
aquella boda, pero muchos no dejaron de recordarle a la joven
en cada ocasión que podían los rumores que versaban sobre su
enamorado y de rogarle por todos los cielos que no tomara una
decisión apresurada. Pero ella, a pesar de las francas advertencias
recibidas persistió firme en sus convicciones, porque quería al
muchacho. Y un buen día éste se la llevó a vivir a su rancho.
Los primeros días de convivencia de la feliz pareja
transcurrieron con absoluta normalidad. El rancho en que
vivían, ubicado en un claro del monte, era oscuro, desamueblado
y sumido en la precariedad, pero a los jóvenes no les importaba
en lo más mínimo porque se tenían el uno al otro y eso les
parecía suficiente.






Sin embargo, dicen que no pasó mucho tiempo antes
de que la joven comenzara a sentirse perturbada por algunos
comportamientos extraños de su marido. En especial, la
desconcertaba la costumbre del hombre de pasarse largas
horas hacia el atardecer de los días jueves mirando como
hipnotizado a través de una ventana que daba hacia el este.
En tales circunstancias, si ella le preguntaba acerca del motivo
de su silencio él no le contestaba y continuaba con los ojos
perdidos en el vacío, mateando despacio. Peor aún se ponía los
días viernes de luna llena, cuando era dominado por una especie
de desesperación. Caminaba de un lado al otro de la casa como
un animal enjaulado, muy inquieto. En estas ocasiones, no era
extraño que los perros rondaran las postrimerías del rancho
ladrando alterados.
La gota que colmó el vaso ocurrió una cierta noche de
Viernes Santo. En mitad de la madrugada, mientras la joven
dormía, el hombre abandonó en silencio la cama y salió a
caminar por el campo. No regresó sino hasta poco antes del
primer canto del gallo y jamás cruzó con su mujer siquiera una
sola palabra sobre el incidente. Con el tiempo, éste enigmático
comportamiento del hombre comenzó a hacerse periódico.
La joven al principio se lo permitía porque estaba ya bastante
acostumbrada a ese tipo de extravagancias y simulaba dormir
cuando su marido se levantaba y permanecía despierta hasta
que regresaba. Pero poco a poco la curiosidad comenzó a
hacer su trabajo, hasta que al final la muchacha se dijo que
lo mejor sería seguir en secreto a su marido para averiguar a
que suerte de actividades se dedicaba en aquellas misteriosas
peregrinaciones nocturnas.
Fue así que al viernes siguiente, cuando su marido se
levantó, ella se hizo la dormida como en tantas otras ocasiones.
Pero luego de unos momentos se levantó a su vez de la cama
decidida a seguir el rumbo de sus pasos. Muy sigilosamente,
para no ser notada, avanzó hasta la puerta del rancho y desde
allí pudo comprobar que su marido se internaba hasta una

arboleda que distaba a unos cuántos metros y se perdía a paso
lento en la oscuridad de una noche fría y estrellada. Ella esperó
todavía unos segundos a que su marido se alejara y luego salió
procurando con disimulo darle alcance.
Mientras lo seguía a escondidas, a escasos metros detrás
de él, una de las cosas que le llamó más poderosamente la
atención fue la extraña manera en que avanzaba su esposo. Lo
hacía con los ojos abiertos y la mirada perdida, hipnotizando,
como si estuviera respondiendo a un secreto llamado que
proviniera del interior del monte. Pero lo más raro de todo
es que su andar se iba haciendo cada vez más extravagante.
Caminaba encorvado hacia adelante, como si lo aquejara un
dolor muy agudo en el vientre, y tanto se arrollaba que de vez
en cuando utilizaba alguna de sus manos para ayudarse en el
desplazamiento. Finalmente, al llegar a un sitio dominado por
gruesos pastizales, el hombre se dejó caer al suelo en medio de
penetrantes gruñidos.
Su cuerpo comenzó entonces a sufrir la más bizarra
de las metamorfosis. Los colmillos le crecieron de golpe, un
pelaje muy abundante comenzó a ganar todos los rincones de
su piel y sus ojos se enrojecieron al fuego de una furia intensa.
Las ropas que llevaba rasgaron por el aumento del tamaño de
los músculos. Luego la bestia se incorporó, por fin, y la mujer
pudo comprobar aterrada que lo que antes fuera su marido de
pronto era una especie de lobo que parado sobre las dos patas
traseras alzaba su hocico y aullaba al cielo. Arriba, la luna llena
recortaba su blanca silueta sobre la negrura de la noche.
Al presenciar aquel espectáculo, la moza optó por alejarse
lo más silenciosamente posible de allí. Pero tan nerviosa se
encontraba que al intentar retroceder pisó sin querer una rama
seca, la cual al romperse emitió un crujido sordo que convocó
la atención de la fiera. Aquel terrible animal dirigió entonces
sus ojos llenos de rabia hacia la joven y luego comenzó a
correr enfurecida hacia donde ésta se hallaba, dando saltos y
describiendo movimientos imposibles de realizar para un ser
humano.

Cuando la joven tuvo la certeza de que este animal no
podía reconocerla como su diurna esposa y que se acercaba
hacia ella con firmes propósitos de hacerla pedazos, decidió
partir en una desaforada carrera hacia la seguridad del rancho,
temiendo no poder llegar nunca. De hecho, los pasos de la fiera
eran mucho más grandes que los de ella y por más que obligó
a sus piernas en la persecución llegó a sentir en un momento
la respiración caliente de sus fauces humedeciéndole la nuca.
Creyéndose perdida, la joven no tuvo más remedio que treparse
al árbol más cercano con la velocidad de un rayo y desde las
alturas asistir al modo en que el animal tiraba tarascones al aire
y saltaba con todas sus fuerzas alrededor del tronco tratando
de subir. Tan cerca estuvo la fiera de devorarla que con una de
sus feroces dentelladas había logrado rasgar el vestido de la
desventurada criatura.
Como pudo, la joven se acurrucó contra una horqueta
del árbol y desde allí comenzó a tratar de apaciguar la ira de
la bestia. Le solicitaba que no le hiciera daño, alentándola con
cariñosas palabras a que se acordara de quién era ella. Sin
embargo, el animal seguía furioso, dando terribles gruñidos
con el lomo erizado. En determinado momento se paró en
sus patas traseras y quedó con su rostro a pocos centímetros
de la moza. Ella, por supuesto, pensaba que había llegado ya
su hora, pues a la fiera le bastaba estirar una de sus garras
para destrozarla. Sin embargo el animal no lo hizo, y se quedó
mirando a la joven directamente a los ojos. Fue como si de
pronto se reconocieran, o como si ambos estuvieran tratando
de buscar en sus miradas algo familiar. Paulatinamente el animal
comenzó a declinar en su furia y luego de unos instantes de
inmovilidad en aquella mutua contemplación rompió a dar
aullidos y, todavía con un pedazo del vestido colgando entre
los dientes, huyó despavorido al interior del monte.
Cuando las cosas parecieron ponerse un poco más
tranquilas la joven decidió bajarse del árbol y tratar de regresar
al rancho. Así lo hizo, todavía llorando de miedo, no sin antes

tropezar una o dos veces en el camino de la desesperación que
la dominaba. Una vez adentro, cerró la puerta estrepitosamente
tras de sí, y se mantuvo en alerta unos cuantos minutos con
temor a que la fiera regresara.
Segura de que aquel terrible animal se había marchado
para siempre, decidió meterse en la cama para tratar de relajarse.
No esperaba dormirse, ya que estaba muy alterada, pero
pensaba que esa sería la mejor manera de conseguir que las
horas pasaran rápido y aprovechar la primera luz del amanecer
para abandonar el rancho. Sin embargo, el sueño y el cansancio
pronto la vencieron y casi sin querer se quedó profundamente
dormida.
A la mañana siguiente, muy temprano, unos ruidos en
la cocina la despertaron. La joven se levantó entonces muy
despacito, todavía temerosa de lo ocurrido hacía muy pocas
horas, y fue hasta allí a averiguar de qué se trataba. Abrió la
puerta y entonces vio, junto a la estufa de leña encendida, a su
marido que, sentado muy tranquilo en una silla, se cebaba un
mate con la caldera como si no hubiera pasado nada.
La moza, con mucha delicadeza, se acercó al hombre
y le dijo algunas palabras, intentado averiguar si recordaba
algo. Pero él, por supuesto, no recordaba nada. Y más todavía,
cuando la joven le refirió en medio de un mar de lágrimas
la extraña situación de la noche anterior, él le replicó que
aquello no había sido más que un mal sueño y se rió de lo que
le contaban con una carcajada grande, por lo absurdo que le
parecía. Lo verdaderamente horrible del caso es que cuando
esto ocurrió, la moza, con un sobresalto, logró advertir entre
los dientes de su marido una hilacha de tela, una hilacha del
vestido que aquella terrible fiera le había rasgado en el ataque.
La joven armó de apuro entonces un atado con sus
pocas pertenencias y le comunicó a su marido que no sería
capaz de seguir viviendo con él. Luego se fue del rancho, y
también del pueblo y nunca más se supo nada de ella. Dicen

que el joven hizo lo propio poco tiempo después, incapaz de
asimilar la situación.
Pero aseguran los vecinos más viejos de Masoller que
todavía hoy, ciertos viernes a la noche, un perro demasiado
grande ronda maliciosamente los caseríos, aullándole a la luna,
más solitario que nunca.


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