MUSICA DE MIEDO

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martes, 20 de febrero de 2018

EL LOBIZON



El mito del lobizón –o lobisón- es uno de los más
difundidos a través de los tiempos. Son innumerables las
culturas que han asimilado la creencia en un hombre que, en
virtud de algún maleficio, se transforma en una fiera terrible. Y
en Latinoamérica esta creencia es muy popular.
En el Río de la Plata existe una superstición que
asegura que el hermano menor de una serie ininterrumpida
de siete hijos varones nace inexorablemente con la maldición
de transformarse en una bestia feroz. Aunque en diversos
sitios de la campaña la forma de la bestia varía (ya que puede
ser indistintamente un chancho, un perro salvaje, un gato de
monte o todo eso junto a la vez) se admite que el lobizón se
parece mucho al lobo. En gran parte esto se debe a que la cara
del lobo tiene un magnetismo muy especial del que carecen
otros animales, y es tal vez por esto que la imagen de esta
fiera sobrevive en el imaginario latinoamericano, a pesar de su
carácter foráneo en la fauna de la región.
En las leyendas más antiguas de las que se tiene noticia
-sobre todo en las de las culturas animistas que consideraban a la
luna un energizante de espíritus- esa facultad de transformación
era concedida por la luna llena. Pero esta convención fue
modificada con el advenimiento del cristianismo, en especial
con la significación sagrada del Viernes Santo, momento en
que según las Escrituras (Mateo, 27:45) es propicia la aparición
de los seres del mal. Por esta razón, en la actualidad los criollos
admiten que el lobizón se transforma los días viernes de luna
llena.
Según se cuenta, una vez transformado en bestia el
lobizón es muy cuidadoso de que no lo hieran, pues de lo
contrario la herida se transmitiría al cuerpo humano y su
identidad sería revelada. Por esta razón, una de las mejores

maneras de ahuyentarlo es presentarle a la vista cualquier
objeto cortante, como un cuchillo o una botella rota. Para
liberar definitivamente a un lobizón de su maldición el único
método conocido consiste en hacer apadrinar a la criatura por
el mayor de sus hermanos.1
Por lo demás, hay acuerdo en admitir que el hombre
que padece la maldición de ser un lobizón es conciente de
su naturaleza, circunstancia que suele provocarle hondas
preocupaciones. Si es un hombre bueno, cuando llega la tarde
de los viernes trata de replegarse o de encerrarse, como una
forma de proteger a sus seres queridos. Si no procediera así,
el lobizón sería un peligro para cualquiera, pues mientras tiene
forma de bestia no posee recuerdos de su vida humana.
Se conocen muchas leyendas sobre lobizones en
diferentes rincones del Uruguay, sobre todo en las estancias
del norte; basta recorrer el país y conversar con su gente para
comprobarlo. Pero hay una que es sin dudas la más impactante
de todas. Ocurrió hace ya algún tiempo en la histórica localidad
de Masoller, en el departamento de Rivera.
Por entonces Masoller no se parecía en nada al pintoresco
pueblito que hoy conocemos. En realidad, apenas si se trataba de
un puñado de ranchos de paja y barro endeblemente apilados en
el medio del campo. En aquel desamparo, rodeado de estancias
por los cuatro costados, perdido casi en cualquier lugar de la
inagotable campaña, compartían algunos pocos vecinos con
sus animales una vida elemental, agreste y rutinaria.
1 Esto llevó a que hacia el año de 1973 el Presidente Juan Domingo Perón
creara un decreto, el famoso decreto Nº 848, que concede a los padres de
los séptimos hijos varones la posibilidad de optar por el padrinazgo moral
del Presidente de la Nación. Este decreto, que permitió en su momento
salvar la vida de muchos niños, todavía sigue vigente y es así que cuando
nace en la Argentina un séptimo hijo varón la División de Padrinazgos de
la casa de Gobierno le da al chico una medalla, un diploma y una beca para
cursar estudios primarios y secundarios.

En aquel establecimiento había una joven, nacida
allí mismo, muy querida por los lugareños. Nadie recuerda
su nombre, pero aseguran que además de muy bonita era
reservada, introvertida y casi enojosamente tímida, como
muchas jovencitas del campo. Vivía pobremente con su
familia, atendiendo las tareas del hogar y colaborando también
en las duras tareas del campo, cumpliendo de sol a sol jornadas
demasiado pesadas incluso para las fuerzas de un hombre.
Un buen día, esta jovencita se puso de amoríos con un
muchacho que trabajaba en las inmediaciones del pueblo. Había
opiniones un poco encontradas acerca de este candidato. Nadie
dudaba de que se tratara de un sujeto honrado y trabajador,
pero se decía también que era demasiado taciturno, de pocas
palabras y a veces malhumorado. Un poco raro en general, y no
sólo porque así suelen ser en realidad algunos rudos paisanos
del campo, sino porque además había trascendido que este
muchacho era un séptimo hijo varón y todas las miradas de
Masoller recaían inquisidoramente sobre él señalando, por lo
bajo, que era un lobizón.
Cuando al cumplir los diecinueve años de edad la moza
anunció que se iba a casar con éste joven, la gente del pueblo
recibió la noticia con una mezcla de regocijo y de inquietud.
La mayoría de los vecinos se alegraron con sinceridad por
aquella boda, pero muchos no dejaron de recordarle a la joven
en cada ocasión que podían los rumores que versaban sobre su
enamorado y de rogarle por todos los cielos que no tomara una
decisión apresurada. Pero ella, a pesar de las francas advertencias
recibidas persistió firme en sus convicciones, porque quería al
muchacho. Y un buen día éste se la llevó a vivir a su rancho.
Los primeros días de convivencia de la feliz pareja
transcurrieron con absoluta normalidad. El rancho en que
vivían, ubicado en un claro del monte, era oscuro, desamueblado
y sumido en la precariedad, pero a los jóvenes no les importaba
en lo más mínimo porque se tenían el uno al otro y eso les
parecía suficiente.






Sin embargo, dicen que no pasó mucho tiempo antes
de que la joven comenzara a sentirse perturbada por algunos
comportamientos extraños de su marido. En especial, la
desconcertaba la costumbre del hombre de pasarse largas
horas hacia el atardecer de los días jueves mirando como
hipnotizado a través de una ventana que daba hacia el este.
En tales circunstancias, si ella le preguntaba acerca del motivo
de su silencio él no le contestaba y continuaba con los ojos
perdidos en el vacío, mateando despacio. Peor aún se ponía los
días viernes de luna llena, cuando era dominado por una especie
de desesperación. Caminaba de un lado al otro de la casa como
un animal enjaulado, muy inquieto. En estas ocasiones, no era
extraño que los perros rondaran las postrimerías del rancho
ladrando alterados.
La gota que colmó el vaso ocurrió una cierta noche de
Viernes Santo. En mitad de la madrugada, mientras la joven
dormía, el hombre abandonó en silencio la cama y salió a
caminar por el campo. No regresó sino hasta poco antes del
primer canto del gallo y jamás cruzó con su mujer siquiera una
sola palabra sobre el incidente. Con el tiempo, éste enigmático
comportamiento del hombre comenzó a hacerse periódico.
La joven al principio se lo permitía porque estaba ya bastante
acostumbrada a ese tipo de extravagancias y simulaba dormir
cuando su marido se levantaba y permanecía despierta hasta
que regresaba. Pero poco a poco la curiosidad comenzó a
hacer su trabajo, hasta que al final la muchacha se dijo que
lo mejor sería seguir en secreto a su marido para averiguar a
que suerte de actividades se dedicaba en aquellas misteriosas
peregrinaciones nocturnas.
Fue así que al viernes siguiente, cuando su marido se
levantó, ella se hizo la dormida como en tantas otras ocasiones.
Pero luego de unos momentos se levantó a su vez de la cama
decidida a seguir el rumbo de sus pasos. Muy sigilosamente,
para no ser notada, avanzó hasta la puerta del rancho y desde
allí pudo comprobar que su marido se internaba hasta una

arboleda que distaba a unos cuántos metros y se perdía a paso
lento en la oscuridad de una noche fría y estrellada. Ella esperó
todavía unos segundos a que su marido se alejara y luego salió
procurando con disimulo darle alcance.
Mientras lo seguía a escondidas, a escasos metros detrás
de él, una de las cosas que le llamó más poderosamente la
atención fue la extraña manera en que avanzaba su esposo. Lo
hacía con los ojos abiertos y la mirada perdida, hipnotizando,
como si estuviera respondiendo a un secreto llamado que
proviniera del interior del monte. Pero lo más raro de todo
es que su andar se iba haciendo cada vez más extravagante.
Caminaba encorvado hacia adelante, como si lo aquejara un
dolor muy agudo en el vientre, y tanto se arrollaba que de vez
en cuando utilizaba alguna de sus manos para ayudarse en el
desplazamiento. Finalmente, al llegar a un sitio dominado por
gruesos pastizales, el hombre se dejó caer al suelo en medio de
penetrantes gruñidos.
Su cuerpo comenzó entonces a sufrir la más bizarra
de las metamorfosis. Los colmillos le crecieron de golpe, un
pelaje muy abundante comenzó a ganar todos los rincones de
su piel y sus ojos se enrojecieron al fuego de una furia intensa.
Las ropas que llevaba rasgaron por el aumento del tamaño de
los músculos. Luego la bestia se incorporó, por fin, y la mujer
pudo comprobar aterrada que lo que antes fuera su marido de
pronto era una especie de lobo que parado sobre las dos patas
traseras alzaba su hocico y aullaba al cielo. Arriba, la luna llena
recortaba su blanca silueta sobre la negrura de la noche.
Al presenciar aquel espectáculo, la moza optó por alejarse
lo más silenciosamente posible de allí. Pero tan nerviosa se
encontraba que al intentar retroceder pisó sin querer una rama
seca, la cual al romperse emitió un crujido sordo que convocó
la atención de la fiera. Aquel terrible animal dirigió entonces
sus ojos llenos de rabia hacia la joven y luego comenzó a
correr enfurecida hacia donde ésta se hallaba, dando saltos y
describiendo movimientos imposibles de realizar para un ser
humano.

Cuando la joven tuvo la certeza de que este animal no
podía reconocerla como su diurna esposa y que se acercaba
hacia ella con firmes propósitos de hacerla pedazos, decidió
partir en una desaforada carrera hacia la seguridad del rancho,
temiendo no poder llegar nunca. De hecho, los pasos de la fiera
eran mucho más grandes que los de ella y por más que obligó
a sus piernas en la persecución llegó a sentir en un momento
la respiración caliente de sus fauces humedeciéndole la nuca.
Creyéndose perdida, la joven no tuvo más remedio que treparse
al árbol más cercano con la velocidad de un rayo y desde las
alturas asistir al modo en que el animal tiraba tarascones al aire
y saltaba con todas sus fuerzas alrededor del tronco tratando
de subir. Tan cerca estuvo la fiera de devorarla que con una de
sus feroces dentelladas había logrado rasgar el vestido de la
desventurada criatura.
Como pudo, la joven se acurrucó contra una horqueta
del árbol y desde allí comenzó a tratar de apaciguar la ira de
la bestia. Le solicitaba que no le hiciera daño, alentándola con
cariñosas palabras a que se acordara de quién era ella. Sin
embargo, el animal seguía furioso, dando terribles gruñidos
con el lomo erizado. En determinado momento se paró en
sus patas traseras y quedó con su rostro a pocos centímetros
de la moza. Ella, por supuesto, pensaba que había llegado ya
su hora, pues a la fiera le bastaba estirar una de sus garras
para destrozarla. Sin embargo el animal no lo hizo, y se quedó
mirando a la joven directamente a los ojos. Fue como si de
pronto se reconocieran, o como si ambos estuvieran tratando
de buscar en sus miradas algo familiar. Paulatinamente el animal
comenzó a declinar en su furia y luego de unos instantes de
inmovilidad en aquella mutua contemplación rompió a dar
aullidos y, todavía con un pedazo del vestido colgando entre
los dientes, huyó despavorido al interior del monte.
Cuando las cosas parecieron ponerse un poco más
tranquilas la joven decidió bajarse del árbol y tratar de regresar
al rancho. Así lo hizo, todavía llorando de miedo, no sin antes

tropezar una o dos veces en el camino de la desesperación que
la dominaba. Una vez adentro, cerró la puerta estrepitosamente
tras de sí, y se mantuvo en alerta unos cuantos minutos con
temor a que la fiera regresara.
Segura de que aquel terrible animal se había marchado
para siempre, decidió meterse en la cama para tratar de relajarse.
No esperaba dormirse, ya que estaba muy alterada, pero
pensaba que esa sería la mejor manera de conseguir que las
horas pasaran rápido y aprovechar la primera luz del amanecer
para abandonar el rancho. Sin embargo, el sueño y el cansancio
pronto la vencieron y casi sin querer se quedó profundamente
dormida.
A la mañana siguiente, muy temprano, unos ruidos en
la cocina la despertaron. La joven se levantó entonces muy
despacito, todavía temerosa de lo ocurrido hacía muy pocas
horas, y fue hasta allí a averiguar de qué se trataba. Abrió la
puerta y entonces vio, junto a la estufa de leña encendida, a su
marido que, sentado muy tranquilo en una silla, se cebaba un
mate con la caldera como si no hubiera pasado nada.
La moza, con mucha delicadeza, se acercó al hombre
y le dijo algunas palabras, intentado averiguar si recordaba
algo. Pero él, por supuesto, no recordaba nada. Y más todavía,
cuando la joven le refirió en medio de un mar de lágrimas
la extraña situación de la noche anterior, él le replicó que
aquello no había sido más que un mal sueño y se rió de lo que
le contaban con una carcajada grande, por lo absurdo que le
parecía. Lo verdaderamente horrible del caso es que cuando
esto ocurrió, la moza, con un sobresalto, logró advertir entre
los dientes de su marido una hilacha de tela, una hilacha del
vestido que aquella terrible fiera le había rasgado en el ataque.
La joven armó de apuro entonces un atado con sus
pocas pertenencias y le comunicó a su marido que no sería
capaz de seguir viviendo con él. Luego se fue del rancho, y
también del pueblo y nunca más se supo nada de ella. Dicen

que el joven hizo lo propio poco tiempo después, incapaz de
asimilar la situación.
Pero aseguran los vecinos más viejos de Masoller que
todavía hoy, ciertos viernes a la noche, un perro demasiado
grande ronda maliciosamente los caseríos, aullándole a la luna,
más solitario que nunca.


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